La Vanguardia, 12 de mayo de 2013

El poder dentro de la relación, la connivencia social y legal y los roles adscritos culturalmente actúan como legitimadores del abuso
Amenudo oímos frases como “si aguanta es porque le debe gustar”, “le va la marcha”. Esta simplicidad popular no es lejana en muchas de las teorías y debates que se dan en diferentes disciplinas académicas, como la psicología o la psiquiatría, cuando intentan encontrar explicaciones a los motivos por los cuales hay mujeres que soportan el sufrimiento ligado a sus relaciones amorosas.
A lo largo de los más de 20 años como terapeuta especializada en atención a mujeres que han vivido relaciones de maltrato, nunca he encontrado a ninguna mujer que haya expresado placer, consentimiento, adicción al maltrato; todas expresan su dolor, sufrimiento, rechazo, y voluntad de detenerlo. En el trabajo terapéutico observamos los complejos mecanismos que interactúan cuando hay abuso en una relación. Cuando hablo de abuso no me refiero sólo a las situaciones más extremas sino de comportamientos, a menudo difíciles de identificar debido a su normalización social, que van desde la descalificación, el desprecio, el insulto, el control, la posesión, las amenazas y la coacción hasta la agresión. El maltrato a personas con las que existe un vínculo de afectividad y un marco de convivencia ha sido una realidad consentida y todavía lo es. La jerarquía y el poder dentro de la relación, la connivencia social y legal ante esta práctica y los roles adscritos culturalmente en función del sistema sexo-género, actúan como legitimadores del abuso. Estos factores no son de influencia homogénea sino que varían en función de las raíces culturales y sociales.
Uno de los recursos más importantes en la interiorización de roles y estereotipos basados en el género son los productos de consumo que tienen la misión de hacer atractiva la violencia de forma sexualmente segregada: los “malotes”, hombres agresivos con problemas, se hacen atractivos para las mujeres y para sí mismos con este mensaje: por muy violento que seas, si eres un chico con problemas, necesitas a una chica que descubra tu parte buena y te ame; y las “vulnerables”, mujeres también con problemas pero con deseo de salvar y cuidar que son atractivas para los hombres y para otras mujeres, con el mensaje: si eres una chica sensible, cuidadora y aguantas mucho, tendrás un hombre que te amará. La agresividad masculina no es considerada peligrosa si como mujer tienes una “mano izquierda” que pueda cambiar al otro a través del amor. Por lo tanto, si un cierto nivel de abuso y de dependencia es considerado como aceptable, normalizado, e incluso seductor, ¿cómo saber cuándo eso sale de esta normalidad aceptada? Para aproximarnos a algunas respuestas tenemos que mirar cómo funciona el proceso de socialización. Las experiencias vividas en la infancia afectan en gran medida a las expectativas de encontrar a una figura de relación segura, así como a la capacidad de establecer una relación gratificante para ambas partes. Huyendo del determinismo que podría suponer pensar que las experiencias negativas condicionarán las relaciones de adultos, sí que se tienen que situar como un factor de vulnerabilidad. La solidez y cuidado de estos primeros afectos tienen una importancia primordial en las formas en que nos vincularemos de adultos, dado que son las que inician la construcción de la autoestima, incorporándose en el ámbito cognoscitivo y emocional prácticamente desde el momento del nacimiento. Si desconocemos cuál ha sido nuestra historia afectiva, qué hemos tenido, qué nos ha faltado, qué necesitamos y cómo lo buscamos, habrá más riesgo de caer en relaciones de dependencia.
Partiendo de la premisa de que las personas nos necesitamos, hay que hacer atención a que las expectativas que ponemos en el otro no estén por encima de aquello que nos podemos ofrecer a nosotras mismas. Cuando la única fuente de reconocimiento propio es el otro, es cuando hablamos de dependencia afectiva. Esta dependencia representa un riesgo alto de entrar en relaciones abusivas. Es necesario poder afrontar las dificultades que cada uno puede tener en el complejo juego de las relaciones: ¿qué aporto?, qué necesito?, qué puedo compartir?, cómo entiendo el amor? ¿Hay tipos de amor que comportan riesgo? El amor romántico parte de esta premisa: depender el uno del otro aludiendo a la metáfora de la media naranja, que se complementa pero que si se separa, no puede rodar sola. La singularidad de esta forma de relación gira en torno a: “el amor hace sufrir, el amor quiere la entrega total en el otro”, “el amor comporta celos”, “sin ti no soy nada”.

Este tipo de vínculo afectivo, sumado al rol de género imbuido a las mujeres, genera que el otro sea el centro de la relación y en aquellos casos más extremos, se llegue a ver el mundo a través de sus ojos; que sea el otro quien decide qué hacer, quién me condiciona, quién me evalúa. Si esta situación se perpetúa, se consolida un mecanismo de poder que facilita a un miembro de la pareja el dominio del otro. Es en este momento que hablamos de maltrato. Identificarlo y buscar soluciones constituye un verdadero reto para la víctima.
Beatriu MASIÀ, Presidenta de Tamaia, organización Vivir sin Violencia SCCL